Un Último Esfuerzo: Capítulo Once

Un Último Esfuerzo: Capítulo Once

13 May 2015 History & Mythology 0

Vida Hogareña
Parecía imposible que tanta gente y tanta chatarra cupiera en los dos agujeros en la pared donde la hermana del solterón vivía con él y sus siete hijos. En uno de ellos, con el techo ennegrecido por el humo y las paredes cubiertas de mugre, había una mesa grande envuelta en sábanas que se usaba para planchar, oficio con el que su hermana Teresa ayudaba a don Hermenegildo con los gastos del hogar.

En los ganchos de la pared se veían las hamacas enrolladas, y en dos de las esquinas, a la altura de la mano, se extendían cuerdas que exhibían, como los mejores perchero, un revoltijo de ropa sucia en el que era igual de probable ver una enagua que un pantaloncito de niño, lleno de roturas y parches. En el piso había cazuelas y ollas, cuando no estaban siendo utilizadas en la cocina, junto a huacales sobre los que había unos baúles apaleados; por su parte, estos contenían las canastas grandes para la ropa planchada, y otros tiliches de uso doméstico aparecían en otros lados.

De noche, con la mesa empujada contra la pared, ese cuartito se convertía en dormitorio para la señora y cinco de sus hijos, cuatro que dormían de dos en dos y uno, el más pequeño, junto a ella en la hamaca más grande, o, para ser más exactos, la menos pequeña.

El otro cuarto estaba destinado a don Hermenegildo y sus dos sobrinos mayores, que también dormían juntos; porque mientras se durmiera en esa casa, el cincuentón era el único que estiraba las piernas con comodidad sin peligro de topar con el estorbo de otro cuerpo, aunque no había mucha seguridad de que sus piernas no terminaran fuera de la angosta hamaca, que poco tenía para ofrecer por sí misma.

A lo mejor, por lo que se veía, ese cuarto era el lugar para recibir visitas, con cinco sillas algo tambaleantes y una mecedora acolchonada a la que le faltaba un brazo, quedando en su lugar sólo la punta de un tornillo que servía para enganchar cualquier prenda que entrara en contacto con él.

Una mesa que podía usarse para escribir, un baúl menos maltratado que los otros, y una repisa vieja que había perdido el color de su pintura cabían trabajosamente en ese cuchitril, teatro de las meditaciones de don Hermenegildo y de las vigilias que le hacían sufrir los chillidos de sus sobrinos menores, lo que intensificaba los dolores y achaques de su vida lamentable.

Esto cambió un tanto con la muerte de doña Prudencia, ya que vino a interrumpir sus prometedoras ilusiones sobre las venturas del matrimonio.

El Dilema de Hermenegildo
El cincuentón se preguntaba si debía guardar luto por la muerte de la viuda, y tras muchas vacilaciones, finalmente decidió colocar un crespón discreto junto a la cinta de su sombrero y pasar las horas en tristeza como signo de su profundo dolor.

Imaginaba que había sufrido una pérdida que lo hería hondamente, y es seguro que, de haber sabido de esas cosas, habría comparado su suerte con la de Dante al perder a Beatriz. Sin embargo, los restos de doña Prudencia podían dormir en paz, seguros de no haber arrancado, con una chispa de amor, la sequedad del corazón del escribiente.

Se ausentó de la tertulia de doña Raimunda esos primeros días, pero su regreso fue terreno fértil para jeremiadas sobre la pérdida que había sufrido, y a la cual se refería arqueando grandemente las cejas y dando a sus ojos una expresión que los hacía parecer contemplar, desde su cara enjuta, la mísera tumba que guardaba para siempre el objeto de sus recién truncadas ilusiones.

Aparte del amor por la difunta, sus amores pasados, si así podían llamarse, no se les ocurrían ni a doña Raimunda ni al abogado. La falta de ardor de don Hermenegildo y su gran reserva no eran propicias para conocerlo, y la esposa del licenciado don Felipe Ramos Alonzo sólo recordaba los amores del solterón cuando lo tenía enfrente para hacerlo hablar y reírse un rato. Lupita no tenía la menor sospecha de que las visitas de don Hermenegildo tuvieran otro objetivo que el ordinario, y así, aunque a él le hubiera gustado que todo el mundo lo compadeciera por la gran desdicha que había sufrido, suspiraba con frecuencia sin que nadie se detuviera a pensarlo.

Sacando Provecho a la Mala Suerte
Convencido de que la estrella adversa que lo perseguía le estaba negando el estado conyugal justo cuando se sentía inclinado a abrazarlo, resolvió hacer más suya la familia de su hermana Teresa y ver a sus sobrinos como compensación por los hijos que el cielo le negaba.

Se dedicó a su cuidado y puso al mayor, Lucas, a estudiar diariamente, repasando sus lecciones antes de mandarlo a la escuela gratuita. El segundo apenas tenía siete años, y don Hermenegildo decidió iniciarlo en las dificultades del aprendizaje de las primeras letras para evitar las desventajas de enviarlo a la escuela, entre ellas, nada menos que la necesidad de vestirlo; en casa podía andar fácilmente andrajoso y sucio, como siempre, terminando por convertir en jirones los harapos ya inservibles de su hermano mayor.

Este último, además de ser un bromista incorregible, por lo cual sufría frecuentes castigos en la escuela y jalones de orejas en casa, parecía inteligente y estaba aprovechando las lecciones. Sus libros bien podrían haber pasado a su hermanito, pero cuando él los acababa, sólo quedaban las últimas hojas, y esas ya estaban desprendidas.

Genio Travieso
Ramoncito, el discípulo del escribiente y alumno de primaria, no era más cuidadoso. A las dos semanas ya había garabateado casi la mitad de un ejemplar en rústica del libro de primeras letras de Mantilla, y por todas las páginas, pese a las advertencias y amenazas de su maestro y tío, se veían numerosos trazos y figuras extravagantes hechas con lápiz, signo del temprano amor del niño por el dibujo. El lápiz lo había conseguido de un granuja del barrio, un cuate suyo, a cambio de una buena cantidad de semillas de tamarindo, moneda utilizada en los juegos de hoyuelo* y arrimadilla.

En lo que Ramoncito brillaba era en dibujar personas. Cualquier papel que encontraba, y las paredes por igual, le servían de lienzo para sus concepciones artísticas. Esos soldados en potencia eran su delicia, y se los enseñaba con orgullo a sus amigos.

Dibujaba un círculo destinado a ser la cabeza, y dentro ponía un par de puntos para representar los ojos; de cada uno de los lugares donde debían ir las orejas, trazaba una línea horizontal a manera de brazo, que terminaba en otras cinco, abiertas en abanico para representar los dedos; hacia abajo, en lugar del cuello, trazaba dos líneas paralelas que se presumían piernas, y allí estaba un hombre de lo más clásico.

Después, convertir a ese individuo en una tropa era para Ramoncito un procedimiento más sencillo que el empleado por el gobierno. Cruzaba ese fenomenal cuerpo con una línea que sobresalía de un lado de la cabeza, y ya estaba listo el fusil; una docena de figuras así y se formaba una compañía.

Don Hermenegildo necesitaba una buena dosis de paciencia para procurar que ese precoz rival de Apeles superara las dificultades de la ortografía, y tenía que pensar en enseñarle la tabla de multiplicar. Todo eso en los ratos en que se hallaba libre de sus compromisos como escribiente y de su acostumbrada asistencia a la tradicional tertulia de su excelente amigo el señor licenciado don Felipe Ramos Alonzo, que sólo una vez había faltado para ir a visitar a Lupita.

Y así pasaron dos años más de su vida, entre las presiones de la vida doméstica, los chillidos de sus pequeños sobrinos, y las discusiones provocadas por los mayores. Y así habría seguido viviendo con la misma prosaica monotonía si la vida, que tiene tantos altibajos, no trajera en cada uno de ellos variados y nuevos acontecimientos que cambian la faz de las cosas y derriban las esperanzas y expectativas del hombre.


* hoyuelo: Juego infantil en el que, lanzando desde cierta distancia, se intenta encestar monedas o piedritas en un hoyo.
** arrimadilla: Juego infantil en el que cada jugador lanza una ficha (moneda, botón, etc.) contra una pared, intentando que quede lo más cerca posible de ella; quien logre arrimar más, gana todas las fichas.

 

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