Un Último Esfuerzo: Capítulo Cinco

Un Último Esfuerzo: Capítulo Cinco

2 May 2015 History & Mythology 0

El Último Esfuerzo de Delio Moreno Cantón: Capítulo Cinco

Esta reciente conversación molestó al escribiente, y no cesaba de repasar las poderosas palabras de doña Raimunda, examinándolas bajo todas las luces posibles y dando a sus reflexiones mucho en qué pensar.

¡Casarse! Él, que había alimentado tantas ilusiones de dulces placeres familiares, que se había resignado, vencido por los reveses de la Suerte, a pasar por el mundo sin haber caminado jamás del brazo de una mujer amada. ¡Casarse, cuando además se había resignado a morir en completa soledad, sin una esposa desolada que le cerrara piadosamente los párpados entre lágrimas y sin hijos amorosos que empaparan su lecho de muerte con su llanto…! Entonces, ¿había alguien que, a pesar de su pobreza, no solo le mostrara respeto, sino que se interesara por la felicidad de Hermenegildo López? ¿Alguien que, en el matrimonio, pudiera ayudarle a ver el final de sus perpetuas desventuras?

¿Pero quién estaba por casarse con él? ¿Quién estaba por recibir como esposo a un hombre que fue rechazado como tal en su juventud? No era viejo, no señor, pero tampoco era un muchacho. ¡Si al menos pudiera casarse con Lupita! ¡Era tan bella y tan graciosa! ¿Acaso no había visto casarse a hombres mayores con jovencitas todos los días? No. No lo haría. Por más que le atrajera una esposa muy joven, no lograría de su corazón más que un respeto afectuoso, no el amor arrollador que sería solo para él. Tenía, entonces, que pensar en alguien cuya edad fuera más acorde con la suya.

Al cerrar esta reflexión, otro nombre saltó a la mente de don Hermenegildo: ¡doña Prudencia! Después de su último desastre, había pensado en declararle su amor, pero sin hacer nada, resolvió temerosamente renunciar por completo a la idea del matrimonio.

Doña Prudencia debía de tener unos treinta y siete años, y una mujer de esa edad no atraía por lo general la atención del escribiente. ¿Aceptaría la viuda, que estaba en una posición cómoda, aunque no rica, a él, que vivía en la miseria con su escaso sueldo y su empleo modesto? Es verdad que su amistad estaba reforzada por la estimación que él disfrutaba, y esto también es una forma de riqueza. Aunque pobre, su nombre era respetado, cosa que ella sabía perfectamente, a juzgar por la estima y las consideraciones con que favorecía a don Hermenegildo, y eso le daba aliento.

Sin duda, las sugerencias de doña Raimunda habían caído como lluvia sobre tierra seca. No solo su compañero no desechó una sola de esas sugerencias, a pesar de discutirlas, sino que las recibió con íntima satisfacción. De modo que, desde ese momento, la idea del matrimonio quedó firmemente asentada en su mente. Y para poder concentrarse en ella y en quién sería el objeto de sus afectos, continuó conversando con doña Prudencia, atendiendo a la urgencia de su deseo para no dejar que sus tímidos nervios lo hicieran más retraído, esos nervios traicioneros que vibraban como si fuesen a estallar cuando su dueño se acercaba a una mujer con intenciones amorosas.

Ocupado con estos pensamientos, caminaba por la calle una noche, después de salir de la reunión acostumbrada, cuando fue interrumpido por una voz que lo llamaba.

Era Luis Robles.

El joven era algo bajo de estatura, de complexión robusta, rubio, de rostro sonriente y ojos azules. Siempre jovial, era un famoso asistente a fiestas, ocurrente y encantador. Despreocupado como pocos, jamás pensó en el futuro y todo su empeño había sido vivir la vida lo más felizmente posible.

En la escuela siempre intentaba averiguar, en el último momento, cuál era la lección del día, con el resultado de que su nombre se encontraba con frecuencia en la lista de castigos, ya fuera por mala conducta en clase o por ignorar la materia asignada.

Durante los exámenes, se salvaba muchas veces gracias al don de palabra con que respondía a los examinadores, diciendo todo lo que sabía, aunque no fuera lo que le preguntaban, soltando no pocas fechas dudosas de su abundante repertorio.

Cuando se acercaban los exámenes finales, se resignaba a quedarse en su cuarto para dominar las materias del curso. Pero éstas eran muchas y era imposible recuperar, en tan corto tiempo, todo lo perdido durante el año. Su maestro de Latín solía repetirle a él y a otros: non valet studere sed studuisse. No vale estudiar sin haber estudiado. Pero tenía demasiada confianza en sí mismo como para aceptar la verdad de esa sentencia, y se presentaba ante el benévolo jurado de revisión como quien está destinado al triunfo y se comportaba como un valiente guerrero a punto de desempeñarse bien en la batalla.

Después de una de esas experiencias en la materia de Historia Universal, uno de sus compañeros le dijo:
—¿Sabes que eres un descarado bajo fuego?
—¿Por qué?
—Nombraste más fechas que un texto de cronología.
—Siempre es bueno mencionar las fechas de acontecimientos relacionados.
—¡Pero eran completamente absurdas!
—Entré completamente seguro de mí mismo. ¿Tú crees que los sinodales se saben de memoria todos esos números? Ninguno se atrevió a contradecirme y, en cambio, admiraron cuánto sabía.
—Decir que Constantinopla cayó ante Mehmed II en 1506...
—¿No fue en 1506? Mira; recuerdo algo muy importante que pasó en 1506.
—Debes de estar hablando del descubrimiento de Yucatán.
—Exactamente.

Y permanecía igual de imperturbable.

Tenía aún otra característica que daba mejor idea de su carácter.

El profesor de Latín del tercer año, que era sacerdote, les asignaba diariamente ejercicios de redacción y traducción para entrenarlos, trabajos que debían entregarse por escrito. Luis, que gracias a su buena memoria podía responder a una lección cuando la estudiaba a última hora, jamás se preocupó por esa nueva tarea. De modo que, cuando el profesor pasaba a recoger los cuadernos para corregirlos, nuestro héroe, al llegar su turno, respondía con calma:
—No traje el trabajo, padre.
—Pues sabes que igual tienes que hacerlo.

Y al día siguiente, la misma declaración invariable del alumno y el mismo recordatorio del profesor, hasta que, exasperado, este último exclamó:
—Mira, hijo. De ahora en adelante ya no te voy a pedir la redacción, porque es inútil. Todos los días, después de clase, te vas a quedar a hacerla. Ya lo sabes.

Y así fue. El sacerdote, al pasar lista a los alumnos para que entregaran sus cuadernos, se saltaba a Luis Robles. Pero una vez, por olvido o, mejor aún, creyendo que el perezoso había enmendado su conducta, le dijo al llegar a su turno:
—Tu redacción, Robles.
—Pero, padre —respondió el interpelado, poniéndose de pie—, ¿no quedamos en que me iba a quedar todos los días a hacerla después de clase?

Ni qué decir que la carcajada general terminó con la salida del muchacho del aula.

Y así fue como se las arregló para avanzar hasta los estudios profesionales y emprender el estudio de la Jurisprudencia. No encontraba más placer en las célebres instituciones de Justiniano ni en las profundidades de P. Taparelli que en las fórmulas de Naquet o las observaciones de De Candolle. No le faltaba, sin embargo, la virtud de la perseverancia y, aún frotándose los ojos, cargaba con sus libros y marchaba a clase, donde intentaba entretenerse exponiendo algún punto que decía encontrar dudoso y prolongando con ello lo más posible la discusión con el catedrático.

No tardó en llegar el examen de primer año, en el cual obtuvo una calificación que apenas le permitió pasar al segundo. Y se decía que fue gracias a ciertos regalos discretos y oportunos al profesor y al director de la escuela que no reprobó. Después de eso, estuvo muy contento de pasar sus vacaciones en su pueblo natal, deleitando a su pobre padre con noticias de los alentadores resultados y consiguiendo su permiso para prolongar el descanso... necesario, decía, para descansar sus facultades intelectuales sobrecargadas, de modo que una vez refrescadas, pudiera retomar los estudios con más ánimo y mayor provecho.

Teniendo estos datos, y conociéndolo mejor, podemos seguir a Luis en compañía de don Hermenegildo, con quien caminaba hacia la casa de este último. Tan pronto como el soltero vio al joven, sintió subir a sus labios la serie de preguntas afectuosas que tenía listas para descargar sobre la primera persona con la que se encontrara.

—Hola, Luis. Me da gusto verte. ¿Cómo estás?

—Bastante bien, don Hermenegildo. ¿Y usted, cómo le va?

—Mal, hijo. Pero ¿cómo es que tú siempre quieres volver la conversación hacia mí? ¿Y tu papá? Espero que esté tan fuerte y sano como la última vez que tuve el gusto de saludarlo. No se te olvide mandarle muchos saludos de mi parte cuando le escribas. ¿Y el resto de la familia, todo bien?

—Bien, con la excepción de una criada anciana que queremos mucho y que desde hace varios días, según me escriben, tiene fiebre muy alta.

—¡No me digas! Qué buena mujer.

—¿La conoce usted, don Hermenegildo?

—No, pero me la imagino. Esas criadas ancianas por lo general son buenas. Créeme, sé lo que digo. ¡Así que está enferma! ¡Uno se pregunta por qué pasan ciertas cosas!

—¿Qué quiere? En los pueblos chicos también se enferma la gente, igual que en Mérida.

—No digo que no; pero es triste... ¿y qué le están dando?

—Mire, don Hermenegildo; quiero pedirle un favor.

—Con mucho gusto. A ver.

—Estoy enamorado.

—¡Ah, sí! La enfermedad de los jóvenes. ¿Y qué, se trata de pedirle a una muchacha que sea tu novia?

—No, señor. Lo que quiero es que usted pida permiso para que yo pueda visitarla en su casa.

—Eso no tiene inconveniente, siempre que sus papás estén de acuerdo...

—Precisamente ahí está el detalle. Si sus papás estuvieran de acuerdo, yo iría solo. Pero no es así, y por eso lo necesito a usted.

—Pero si están en contra, dirán que no.

—Justo por eso quiero que el que pida el permiso sea usted, que es muy estimado y respetado en esa casa, y además me aprecia y dice ser muy amigo de mi papá. Usted puede darme una buena recomendación.

Don Hermenegildo sintió su vanidad halagada por el joven que buscaba su respetabilidad e influencia para ganarse a los padres de la muchacha, pero, estando ellos prevenidos contra Luis, ¿cómo decirles que el pretendiente de su hija era responsable y trabajador, con excelentes perspectivas de futuro y otras cualidades favorables, si por el contrario tenía la fama que tenía, sin contar con que no tenía ni un centavo? Pero ¿cómo negarse a la petición del joven? ¿Avergonzarlo haciéndole ver que no quería recomendarlo por su reputación poco intachable? ¿Él, incapaz de desagradar al más malvado del mundo? ¡Jamás en la vida! ¿Aceptar el encargo? Considerando la prudencia y respetabilidad de esa “familia tan distinguida” que le había abierto sus puertas y honrado con su confianza, ¿cómo iba a proponerles que recibieran con los brazos abiertos a un joven que tenía tan poco que ofrecer como posible esposo de su hija? ¿No estaría contribuyendo con eso a la desgracia que podría caer sobre la muchacha?

Seguía caminando en ese estado de perplejidad cuando Luis le preguntó:

—¿Lo va a hacer?

—Pero, Luis. Fíjate que ni siquiera me has dicho el nombre de la muchacha.

—Lupita. Como si no supiera usted.

—¿Lupita? —exclamó don Hermenegildo, asombrado.

—Lupita Fernández, la hija de doña Prudencia.

—¿Pero yo no había oído que anda con Fermín Dorantes?

—Sí. Platica con él a veces, pero todos saben que en realidad no le gusta.

—Bueno, entonces, también va a platicar contigo.

—No, no lo hará, porque nunca tengo oportunidad. Pero se ríe, y eso ya verá que es buena señal.

—Pero aunque logres hacerla reír, mientras no haya un entendimiento, ¿de qué te va a servir tener permiso para entrar a su casa?

—¡Justamente por eso! Si tuviéramos un entendimiento y pudiéramos hablar cuando me le acerco, lo demás no me importaría mucho. Pero como se mete en la casa sin escuchar lo que quiero decirle, quiero las visitas para quitarle esa posibilidad. En fin, ese es mi plan y yo conozco a las mujeres. Tengo razones para creer que Lupita, a pesar de todo, sí gusta de mí.

Don Hermenegildo escuchó al decidido joven con envidia. ¡Lo que no hubiera dado por ser la mitad de atrevido! Tenía miedo de aceptar el delicado y serio encargo que le proponían y pensó en cambiar de tema, pero Luis estaba loco y no habría manera de disuadirlo.

No hubo otro remedio, y al final tuvo que acceder a la empresa que le encomendaban, pero con la salvedad de que lo hacía porque se lo habían pedido y por ninguna otra razón.

Luis se fue dándole repetidas gracias y un apretón de manos fuerte y doloroso, demostrándole su esperanza de que una recomendación como la de don Hermenegildo no cayera en saco roto. Y el soltero siguió su camino a su pobre casa donde lo esperaban su hermana viuda y el llanto nocturno de sus pequeños sobrinos, sobándose la mano adolorida y sintiéndose intranquilo por las presiones que le imponía la petición de Luis.

¿Quieres ponerte al día? Lee Chapter One and the Intro, Chapter Two, Chapter Three y Chapter Four aqui.

 

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