Un Último Esfuerzo: Capítulo Cuatro

Un Último Esfuerzo: Capítulo Cuatro

1 May 2015 History & Mythology 0

El Último Esfuerzo de Delio Moreno Cantón: Capítulo Cuatro

Era todo un espectáculo ver cuánto disfrutaba doña Raimunda la narración, soltando carcajadas de vez en cuando, cuando don Hermenegildo contaba alguna de sus propuestas rechazadas. Y tenía más que suficiente motivo para hacerlo: el gesto de dolor, la mirada soñadora, la expresión tímida que lo volvía infantil, y sobre todo, la entonación vacilante y solemne que solía dar a sus palabras… todo era un detonante para la risa de la señora.

Se había enamorado de una vecina suya que tenía muchos admiradores. ¿Qué le pasaba al ver aquella mujer? Se ponía rojo al pasar frente a su casa y temblaba al saludarla mientras ella se reía de él, sin notarlo.

Parecía que él podía ser su favorito, pero esos nervios traicioneros, esa sangre tan inquieta que se le subía al rostro, le hicieron decidir que sería una locura confesarle sus intenciones a la encantadora joven.

El papel no tiembla ni se sonroja. Así que hubo cartas y más cartas.

Eso, sin embargo, no podía seguir, y de hecho no siguió, pero por una razón muy distinta a la que él hubiera querido. Un amigo suyo le reveló que todo lo que le había escrito a la vecina estaba ahora en poder de un joven ya aceptado por ella, y que se divertía con sus amigos leyendo las cartas de amor robadas de don Hermenegildo.

“Ríase, señora, ríase, que bien merecido me lo tenía por tonto. Todos en la calle, menos yo, sabían que se besaban y apapachaban en la ventana. Pero ha de reconocer que un hombre que quiere portarse con honor no merece ese trato. Yo, señora —añadió, sacudiendo la cabeza—, me siento mal de solo recordarlo. Créame, sé de lo que hablo.”

La segunda fortaleza que trató de conquistar fue el corazón de una morena de mirada dulcemente enloquecedora, hija de un teniente coronel famoso por las revoluciones políticas y después alineado con el Gobierno. Su casa estaba en una de las calles que don Hermenegildo tomaba para ir al juzgado. Tenía poco más de un mes caminando por ahí cuando una noche el padre, de carácter agrio, salió echando chispas y, tras llamarlo vagabundo y otras cosas que lo hicieron sentirse más bajo que el polvo, terminó amenazándolo con pegarle un tiro si volvía a acercarse a la casa.

Doña Raimunda se sujetaba el vientre, que le dolía de tanto reírse.
“¡Tuve que cambiar de calle sólo para ir a la oficina!”

“Pero tenías el consuelo de saber que a ella le gustabas”, señaló la señora, mirándolo y preparándose para seguir riendo.

“Ella nunca me lo dijo, porque ni siquiera se lo pregunté. Nunca se dio la ocasión de hablar.”

“¿No hablaste con ella, don Hermenegildo? ¿Y qué hacías entonces durante más de un mes? ¿Estaba descontenta contigo?”

“No, al contrario. Pero la verdad es que yo no sirvo para esas cosas. Créame, sé de lo que hablo.”

“Eso se entiende. Siendo tan tímido... Ciertas cosas requieren decisión. Pero, ¿no llegaste a tener novia, don Hermenegildo?”

“Tener, sí. Tuve una.”

“¡Ajá! ¿Qué tenemos aquí? ¿Y por qué no te casaste con ella? ¿Será que sus padres no estaban de acuerdo?”

“No, la verdad, no fue eso. De eso no me quejo. Pero la desgracia que no me busca por un lado, me llega por otro. Como me pongo muy nervioso al hablar de amor con una mujer, logré un entendimiento con ella gracias a que una prima suya me ayudó y me animó, sabiendo que mis intenciones no serían mal recibidas. Tuve que explicar a sus padres el propósito honorable de mis visitas frecuentes a la casa, porque le dijeron a su hija: los asuntos serios deben tratarse con formalidad. Yo cumplí con lo pedido. Cuando me preguntaron por la duración del noviazgo, sentí un escalofrío. No había pensado en eso. Lo fijé en un año. Tenía la esperanza de mejorar mi situación, pero los días y los meses pasaron volando y yo seguía en el mismo nivel en cuanto a mis finanzas. Ella era tan pobre como yo, así que no podía esperar más de mis propios medios. Muchas cosas podían pasar en seis meses y pedí más tiempo. Pero lo que pasó fue que, de manera muy refinada, me despidieron de la casa, recordándome que yo iba ahí a casarme con su hija, y no podía hacerlo. No podía mostrarme tan desalmado como para sacarla de su hogar y matarla de hambre, y aquí me tiene usted tan soltero como nací. Eso pasó hace casi nueve años. Convencido de que el que nació para llorar no debe ser cosquilleado, he renunciado a amar a mujer alguna porque para eso me alcanza la suerte, doña Munda. Créame, sé de lo que hablo.”

Don Hermenegildo estaba conmovido, y al sacar su pañuelo para secarse el sudor de la frente, la señora estaba segura de que también secó disimuladamente una lágrima que se le escapaba del ojo.

“Vamos, don Hermenegildo, no le voy a decir que ha tenido mucha suerte en esas cosas, pero convengamos que, en buena parte, la culpa es suya.”

“¿Mía, señora?”

“Suyita. ¿Por qué no le ha tomado mucho cariño al matrimonio?”

“Le juro que había muy pocos hombres de mi edad más inclinados que yo a considerar el matrimonio como el estado más perfecto del hombre.”

“Bueno, entonces la culpa, en primer lugar, es de su timidez; luego...”

“¿Pero cómo quiere que arregle eso? No puedo evitarlo y, de hecho, me atormenta y me pesa.”

“¿Y con la última, por qué no se casó? Usted dice que por falta de recursos. Pero aunque escasos, tenía algunos, y otros que Dios seguramente le habría dado, porque nunca deja sin ayuda al que la necesita. Una cosa que le habría ayudado a ella: no habría sido usted tan falto de juicio como para sacarla de una pobreza para meterla en otra. Mire, quizás eso mismo le habría mejorado la situación, porque no sería la primera vez que una persona se salva al hacer caso a las responsabilidades familiares.”

Don Hermenegildo se quedó pensando en lo que acababa de oír y, como si interrumpiera el hilo de pensamiento que lo absorbía, respondió tras un momento:
“Todo eso está muy bonito, señora, pero si esos planes se hubieran venido abajo, ¿qué habría sido de nosotros?”

“Pues eso. Habrían estado más pobres. Otros están peor.”

Las palabras de la señora parecían inquietar a su invitado. Ella, animada por el aparente éxito que había obtenido, se atrevió a lanzar esta pregunta:
“¿Y hoy, por qué no se casa?”

“Pero, señora, con los años de más que he echado encima...”

“Con esos años de más, todavía no está viejo.”

“Y con tan bajo salario, estaría loco si pensara en eso.”

“Vamos, anímese y búsquese novia, y yo le prometo que Felipe me va a ayudar para que mejore su situación.”

Su esposo, que justo entonces llegaba y que oyó que mencionaban su nombre, preguntó:
“¿Qué es eso? ¿Cómo está, don Hermenegildo? Muy buenas noches.”

“Y a usted, señor. ¿Cómo le fue en su día? Debe venir cansado de tanto negocio.”

“Lo de siempre. Lo que más me cansa es el calor. Hoy al mediodía, sentí que me empezaba un dolor de cabeza.”

“¡No me diga!”, exclamó el buen caballero con gran interés. “¿Y qué tomó para que se le quitara?”

“Nada”, respondió don Felipe mientras entraba a tomar asiento. “Se me quitó como vino. Entonces, ¿de qué estaban hablando?”

“Estoy animando a don Hermenegildo a que se case. Le he prometido que lo ayudaremos a mejorar su situación y hasta, si quiere, ser los padrinos.”

“Con mucho gusto”, accedió el licenciado, sentándose en la silla y empujándola hacia la pared para girarla de lado.

Siguieron hablando de diversas cosas y, un poco más tarde, el soltero se despidió, deseándole buenas noches a toda la familia, que no regresara el dolor de cabeza del licenciado, y recomendando, por si acaso, hojas de cempasúchil.


Lea los Capítulos Uno, Dos y Tres de Un Último Esfuerzo (El Último Esfuerzo).

 

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