Un Último Esfuerzo: Capítulo Diecinueve

Un Último Esfuerzo: Capítulo Diecinueve

23 August 2015 History & Mythology 0

Nota del editor: Aquí está el Capítulo 19 de Un Último Esfuerzo, traducido con esmero por la lectora y expatriada Nadine Calder. Para más información sobre Nadine y por qué hizo esto, ¡empieza a leer desde el Capítulo Uno!


Luis Robles entró al baile como amo y señor. Repartía un apretón de manos por aquí, una inclinación de cabeza a una señora por allá, o se acercaba a una señorita con quien se entretenía conversando con esa vivacidad que lo hacía tan simpático para todos, especialmente para las mujeres.

Sus versos, que de vez en cuando aparecían en La Voz Pública, estaban todos dedicados “A Matilde”, “A Luisa”, “A Margarita”, sólo a mujeres. Y en verdad, no eran pocas las que deseaban verse cantadas en letra impresa, para que la gente dijera “esa Matilde es Matilde Fulana” o “esa Luisa es Luisa Zutana”.

Antonia Pacheco no estaba en el baile, lo que le permitió a su novio andar suelto como quería, sin encontrarse constreñido por su vigilancia. Ella le reclamaba con frecuencia los versos dedicados a otras mujeres que suponía enamoradas de él, y él siempre salía del paso diciéndole:

—Pero ¿cómo puedes creer que yo voy a estar enamorado de otra, olvidándome de ti? Dedicar versos a mujeres es algo que se hace en todas partes sin que nadie vea en ello más que la galantería del poeta. Suponer que pueda gustarme otra es hacerte daño a ti misma y ser injusta contigo; vales mucho más que eso.

A pesar de todo eso, no dejaba de lanzar el anzuelo por dondequiera que iba, aunque en realidad nunca pensara formalmente en ninguna que no fuera Antonia Pacheco.

Lupita fue una de las que volvió a atraer la atención del periodista a su regreso de la Ciudad de México. Merodeó en torno a ella en varias ocasiones, casi siempre cuando don Hermenegildo no estaba cerca, después de enterarse de la relación de éste con la joven. Luis incluso habló una vez con ella a través de las celosías, pero Lupita no se mostró muy amable, simplemente por la razón de que, al saber que Antonia Pacheco era su novia, ya no confiaba en su antiguo admirador.

Fuera de eso, le gustaba mucho y habría sacrificado a don Hermenegildo no una, sino mil veces por el otro. Pero comprendía que con el dependiente sí podía contar y que todo lo demás no era más que música celestial. Por eso evitaba discretamente que Luis Robles le hablara, temerosa de comprometerse y que llegara a oídos del dependiente, aunque lamentaba no poder dar ocasión al audaz joven de dirigirle las frases galantes tan características en él.

Desde que había enviudado, Lupita no había asistido a ningún baile salvo al del día de santa de doña Raimunda, y por eso aceptó sin vacilar la invitación de su vieja amiga Chonita, porque se le ocurrió que seguramente encontraría a Luis, quien nunca dejaba pasar la oportunidad de divertirse. No debe pensarse que quería verlo con algún fin más que el de bromear inocentemente sobre Antonia Pacheco y cualquier otra cosa que pareciera oportuna. Pero también, sin dar pista alguna que permitiera al joven saber con quién hablaba, le preguntaría por ella misma, Lupita, la hija de doña Prudencia, para ver qué decía.

Cuando don Hermenegildo entró al baile con sus amigas y se miró en el gran espejo colgado en el salón, apenas podía creer que la imagen reflejada fuera la suya. Se veía altísimo, extravagante: más grande que la vida. Hubiera sido imposible adivinar que bajo aquella capucha, bajo aquel blusón, se escondía la figura seria del circunspecto Hermenegildo López, tan respetado por todos y con tan buenos amigos entre los más distinguidos del círculo social de la ciudad.

Pero no cabía duda de que era él, y convencido de que no era buena idea seguir mirándose, se dispuso a buscar a Lupita, quien ya circulaba con sus otras dos compañeras.

El regreso de la joven al salón no fue infructuoso. Se topó con Luis Robles hablando con una muchacha bella y elegante, y sin saber por qué, se sintió molesta. Al pasar junto a él, y para llamar su atención, le dijo disfrazando la voz:

—Adiós, Luis.

—Adiós, mascarita —respondió él, casi sin voltear la cabeza y continuando la conversación que parecía interesarle.

Lupita conocía a la joven que hablaba con el periodista. Era Lola González, hija de un político, muy cortejada por el sexo opuesto.

Luis bailó con ella y don Hermenegildo con Lupita la pieza que acababa de empezar a sonar, y varias veces las dos parejas hicieron juntas el paso de la cadena. Sin poder contenerse, la viuda seguía discretamente a la otra pareja con la vista para ver si hablaban, y siempre los encontraba conversando, cosa que debía agradar mucho a Lola González porque reía con frecuencia.

Don Hermenegildo se estaba asfixiando en la estrechez de su disfraz. Cada vez que se detenía para hacer la cadena, aprovechaba la ocasión para mover la máscara y acomodar mejor los ojos que sentía en tinieblas, y le faltaba el aire.

Varias veces había intentado hablar con personas conocidas cuando se las encontraba, pero su voz disfrazada le parecía ridícula, como la de un soprano ronco, y temblaba desesperadamente por miedo a ser descubierto.

—Un hombre serio como yo, Hermenegildo López, pareciendo un espantajo, es cosa nunca vista. Yo sé lo que digo.

Una vez que terminó la pieza, tomó a Lupita del brazo y salió con ella a recorrer los salones.

Su paseo se sentía triunfal. Llevando consigo a esa joven que pronto sería su esposa, esa hermosa joven a quien jamás habría soñado dirigirle palabras de amor y que colmaba más de lo que sus modestas esperanzas matrimoniales podrían haber aspirado, el hombre de cincuenta años se sentía henchido de orgullo y caminaba como queriendo decirle a todos en el baile:

—Ustedes no saben quién es esta. No pueden apreciar, porque su rostro está oculto tras una máscara, el valor de la mujer que camina conmigo y se apoya en mi brazo. Es un tesoro. Los hombres deberían envidiarme.

Los pensamientos de Lupita eran muy distintos. Respondía con suma sobriedad las preguntas que su prometido le hacía de vez en cuando porque se sentía preocupada. Luis Robles seguía junto a Lola González. Una vez, sin embargo, vio que el lugar del joven estaba ocupado por otro. Sintió como si le quitaran un peso del corazón y lo vio como su oportunidad para buscarlo antes de que se enredara en otra conversación parecida. Pero ¿cómo lograrlo, estando enlazada con don Hermenegildo? De pronto se le ocurrió un plan.

—Llévame al tocador —le dijo—. Necesito arreglarme el cabello porque la máscara me lo está deshaciendo.

Y entró al salón. Allí estaban muchas de las que asistían al baile. Unas tomaban vino o comían, otras se empolvaban frente a los espejos. En varios puntos podían verse grupos sujetando con alfileres una falda que se había soltado o un peinado que se deshacía, y dos fumaban en un rincón. Varias mujeres enmascaradas, con el rostro casi descubierto, se abanicaban. Una muchacha, con un pie sobre una silla, se arreglaba la liga porque se le resbalaba la media, y una mamá cariñosa, sin duda pensando en los niños que había dejado en casa, se guardaba a escondidas en los bolsillos los dulces y golosinas que tomaba de la mesa.

Lupita miraba por todos lados tratando de encontrar a alguna de sus amigas para regresar al salón. Junto a la mesa, donde había una lámpara de aceite, reconoció por el disfraz a Chonita, que estaba de espaldas a la luz. Detrás de ella, una mujer, medio arrodillada en el suelo, se cosía al vestido el amplio encaje que casi le había sido arrancado por una pareja que más que bailar, galopaba atropellando a quien se le pusiera enfrente. Tuvo que esperar dos o tres minutos y mientras tanto se miró en el espejo, frente al cual habría pasado más tiempo de no ser por su impaciencia por salir.

Las dos amigas regresaron finalmente al salón. Y de nuevo Luis Robles estaba al lado de Lola González. La viuda sintió que se le clavaban alfileres por todo el cuerpo.

—¿Será que Luis está enamorado de Lola? —preguntó a Chonita.

—No sé, pero no es imposible.

—¿Pero no dicen que es novio de Antonia Pacheco?

—Hija, los hombres no se preocupan por esas cosas. Antonia Pacheco no está aquí y él se encarga de no perder el tiempo.

En eso vieron a don Hermenegildo, sentado solo en un rincón, con las manos en la máscara y mirando hacia la puerta del tocador. Lupita, para evitar reunirse con él, dio la vuelta hacia el lado opuesto del salón.

En ese momento, Luis Robles se levantó. Las dos muchachas se acercaron y, tocándolo en la espalda con el abanico al pasar, Lupita le dijo:

—Tengo que hablar contigo.

Luis volvió la cabeza y observó más detenidamente a las dos amigas. No le dieron mala impresión, pero permaneció en su lugar sin seguirlas. Ellas regresaron un poco hacia él y notó que una de ellas hacía énfasis en saludarlo con la cabeza. Entonces se acercó.

—Hace un rato las andaba buscando, damas enmascaradas.

—Lo creo. Debe haber pensado que nos encontraría junto a Lola González.

—Me fui a sentar allá porque me cansé de esperarlas.

—¿Y cómo sabía que íbamos a venir?

—Porque su papá me lo dijo.

Las dos muchachas enmascaradas soltaron la risa.

—¡Mentiroso! Somos huérfanas.

—Pues no se preocupen por eso, que aquí estoy yo para hacerla de tutor.

—Serías un tunante muy valiente para ser nuestro tutor.

—No ofendas mis sentimientos humanitarios, dama enmascarada. Soy capaz de tener a todas las mujeres como alumnas.

Las muchachas enmascaradas volvieron a reír. Mientras tanto, Luis las observaba con atención tratando de encontrar algún indicio que le revelara quiénes eran. Lo único que había podido deducir era que una de ellas, al menos, la que le había hecho la señal con la cabeza, era joven y no mal parecida, a juzgar por la parte de los brazos bien formados que se veían desnudos desde el borde superior de los guantes hasta los hombros. La otra tenía mangas a medio brazo y no dejaba ver sino la nuca redonda y blanca, sombreada por rizos negros. Su cuerpo era atractivo, pero no podía asegurarse que no fuera una mujer mayor bien conservada.

¿Quiénes serían esas muchachas? ¿Y la del abanico, a pesar de su juventud, no podría resultar una fiera escapada de su domador que aprovechaba el Carnaval para ocultarse y engañar a los incautos?

Luis desconfiaba y no se atrevía a invitarlas a bailar.

Lupita se le colgó del brazo, sin soltar el de Chonita, y acercándose a su oído para hablarle, le dijo:

—¿Así que son varias mujeres, bribón? Le voy a decir a Antonia.

—¿Por haber estado hablando con Lola González? Pero bien sabes que solo a ti te quiero, dama enmascarada.

—No digas tonterías. Yo puedo decirte que te he visto rondando cierta calle.

—¿Qué calle?

—Una donde vive la persona que te gustaba antes de irte a la Ciudad de México.

—No sé de quién hablas.

En ese momento la orquesta empezó a tocar.

—Damas enmascaradas, este baile lo tengo comprometido. Voy a buscar a mi pareja.

—Creí que, en lugar de parecer maleducado, al menos nos ibas a invitar a bailar.

—Ya vuelvo.

—No lo olvides, tengo mucho que contarte.

En realidad, Luis tenía toda la intención de regresar. La conversación empezaba a interesarle porque parecía que estaban hablando de Lupita, y quería saber qué podían decir de ella.

Las dos muchachas disfrazadas se encontraron con un par de jóvenes que las invitaron a bailar, y se unieron al desorden en que todos en el salón estaban cayendo.

Por su parte, el cumplido don Hermenegildo pasó el baile de pie frente a la puerta del tocador, esperando pacientemente que Lupita saliera.

 

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