Un último esfuerzo: Capítulo doce
En la mayoría de los casos, la vida matrimonial produce efectos contrarios en las mujeres. Unas adelgazan, otras engordan, aquélla pierde la lozanía y la de más allá se vuelve más hermosa, y muy pocas son las que permanecen igual. A la fresca y bella Guadalupe, que al medio año de casada comenzó a perder el color y la lozanía de las mejillas, no le fue bien.
Ciertamente es verdad que la vida de casada con un hombre como Pancho Vélez no habría de fomentar en su esposa signos positivos de salud, quien, por más que se esforzaba en evitarlo, no podía dejar de desvelarse esperando al ave nocturna.
Sus impresiones de la nueva vida, a la que había entrado con la curiosidad de una niña, fueron motivo de que no sintiera en toda su plenitud el dolor que la muerte de su madre debió causarle. Y cuando las nubes rosadas que se agrupan en el cielo de la luna de miel comenzaron a deshacerse, la terrible razón que precipitó su matrimonio se mantenía contenida sólo para despertar en ella la necesidad de rendir íntegro el tributo de lágrimas que debía a la memoria de la mujer que le dio la vida.
Además, otros asuntos familiares estaban llamando su atención y la inquietaban hondamente… Eran las diferencias surgidas entre su esposo y su hermano Manuel por la falta de testamento, y el disgusto del último llegó a tal grado que dejó por completo de ir a casa de su cuñado.
Se sacó la hacienda a remate y Manuel se quedó con ella, pagando la diferencia de su propio bolsillo.
Los recién casados se habían instalado en un anexo decente, arreglado con algunos muebles bonitos, no lejos de la calle que fue escenario de sus primeras pláticas en la ventana. Lo adquirieron como propiedad con la herencia, y los dieciocho mil pesos que les sobraron de su parte del paquete hereditario fueron invertidos en una casa de comercio que les daba un doce por ciento anual, es decir, ciento ochenta pesos mensuales. Con esto hubieran podido vivir muy decorosamente, siendo tan reducida la familia, si el presupuesto personal del marido no hubiera tenido egresos como un agujero por donde se escurre la fortuna de un Creso.
Lupita tuvo que resignarse a ver cómo, poco a poco, los castillos encantados que había fabricado en su fantasía de soltera, y que esperaba ver erguidos y deslumbrantes al casarse, se iban derrumbando. ¡Cuántas veces entonces se había imaginado yendo a reuniones, asistiendo a bailes, paseando en coche por las avenidas elegantemente vestida y siempre acompañada de su adorado Pancho Vélez, quien la mostraría en la mejor sociedad como se muestra un rico tesoro que despierta la envidia de los demás!
Pero el distinguido galán no estaba cumpliendo aquellos bellos sueños, y no era por el luto prescrito. De hecho, aun cuando éste pasó, cuando su esposa lograba que la llevara a una fiesta, la dejaba al lado de alguna amiga, si no de alguna desconocida, y regresaba por ella después.
Y sucedió incluso una vez, en un concierto al aire libre, que terminó la música y Pancho Vélez no apareció. Lupita se vio en el apuro de tener que ser llevada a su casa por la amable Chonita y su marido mecánico, mientras el suyo tal vez discutía en una cantina, si no vagaba por algún sitio menos lícito.
A la una de la mañana llegó a casa. Su joven esposa, despierta y disgustada, lo oyó entrar, y mientras él tranquilamente se quitaba el saco y se desanudaba la corbata, le dijo con voz malhumorada:
—Qué bien me trataste. Qué valor tuviste para dejarme plantada.
—Antes de que acabara el concierto anduve como loco buscándote por la plaza. Pero, niña, ¡con tanta gente!
—¿Y por eso no viniste a ver si ya estaba aquí?
—No creí que fuera necesario. ¿A dónde ibas a ir? Supuse que estabas con Chonita, junto a quien te dejé, y que esperarías venirte con ella.
—Qué divertido habría sido seguirte esperando. ¿Quién sabe dónde andabas a esa hora?
—Pues platicando con unos amigos.
—¡Eso sí lo creo! Y los amigos son los que te dan flores como la que encontré ayer en tu saco.
—¿Flores? Ah, sí. Tú sabes que siempre me han gustado las flores. Antier se las compré a un muchacho para dártelas, y ni las agradeces.
—Te las agradezco muchísimo —gruñó Lupita.
Al principio, tales escenas eran más violentas y la hacían llorar.
—¿Lágrimas? —decía él entonces—. Pues lo sensato es salir de donde llueve para no mojarse. Si sigues llorando, me vuelvo a ir.
Por fortuna, los cuidados y afectos maternales vinieron a hacer más llevaderas las dificultades de la vida conyugal. Poco después de un año de casados tuvieron un hijo a quien pusieron el nombre bautismal de su padre.
El nuevo ser vino al mundo algo débil y enfermizo, pero para Lupita era el niño más hermoso del universo y se dedicaba a cuidarlo, pasaba largas horas mirándolo y acariciándolo.
Cuando Pancho Vélez entró por primera vez a ver a su heredero, soltó un gruñido. Y todavía no acababa de decidir si le gustaba o no. Pero poco a poco fue sintiendo cariño y hasta manifestando gran satisfacción en las horas de comida, arrullando al pequeño. Con frecuencia le traía dulces o juguetes apropiados a su edad.
Por eso no debe creerse que tales digresiones domésticas hubieran modificado su conducta. Las trasnochadas eran las mismas, con la diferencia de que Lupita ya se había acostumbrado a ellas y no le dirigía ni un solo reproche, salvo de vez en cuando alguna inquietud sobre su salud, pues Pancho Vélez se ponía día con día más amarillo y arrugado, y una tos sospechosa comenzaba a molestarlo.
La madre del mujeriego había perdido toda esperanza de que el santo lazo sujetara con fuerza a su hijo.
¿Y qué más necesitaba Lupita que recibir sin descanso noticias de que su marido había regalado un vestido costoso a tal mujer o a la otra un abanico muy fino, todas ellas mujeres de virtud dudosa?
¡Cuántas cosas le hacían llegar a sus oídos y con cuánta urgencia deseaba hacer algo al respecto!
Los detalles, que parecían imposibles de comentar, llegaban a ella e irritaban su espíritu, despertando en su interior un deseo peligroso.
Una noche, en plena temporada de teatro, alguien le dijo que su marido estaba en un restaurante cenando a plena vista de todos con una corista atractiva, y sintió la tentación de salir a la calle y, tomando del brazo al primer joven que encontrara, buscar a Pancho Vélez y, delante de él y de la corista, abrazar de cerca al otro hombre, provocar una explosión de celos y sentir el placer de la venganza.