Un último esfuerzo: Capítulos 20 y 21
Capítulo Veinte
Debían de ser la una de la mañana cuando el soltero, agotado y profundamente molesto, sintiendo los efectos poco familiares de desvelarse hasta altas horas de la noche, logró salir del baile con sus acompañantes, después de conseguir a duras penas que se decidieran a ello.
Al ver que era medianoche, pensó que ya era muy tarde para seguir fuera de casa y se dio a la tarea de convencerlas de irse. Pero cuando por fin lograba reunirse con ellas en algún lugar, la orquesta volvía a tocar, se acercaban jóvenes a invitar a las muchachas a bailar, y no era propio de ellas rechazar una mazurca o un vals. A veces, cuando lograba reunir a las dos a solas, una se le escapaba, y entonces él se resignaba a bailar con la otra sin darse cuenta de cuál era, como si cumpliera con una tarea a pesar suyo.
Lupita lo tenía preocupado. La vio bailar tres veces con Luis Robles, y mientras bailaban, hablaban sin parar, como personas que tienen mucho que decir y poco tiempo para hacerlo. Ella le dijo al oficinista que Luis la estaba conociendo mejor porque quería hablarle de ella a una de sus amigas, Gregoria Villa. La había confundido con otras y hasta entonces no había logrado ubicarla.
Don Hermenegildo bailó cuatro veces con su prometida y tres con otras del grupo de enmascarados que lo acompañaban. Pero el placer que había esperado del baile se convirtió en amarga ansiedad al ver a Lupita conversando con Luis Robles.
Los celos lo consumían. ¿Qué clase de suerte era la que lo perseguía a él, que nunca le había hecho daño a nadie?
La joven viuda salió a la calle tratando de ocultar su irritación. Ella quería quedarse más tiempo. La conversación con el periodista, que no se quedó en una simple charla de cortesía —sobre todo porque ella, por su parte, tenía algo que aportar—, le interesaba más de lo que jamás hubiera imaginado.
Caminó un buen rato sin decir palabra. Don Hermenegildo también iba absorto en sus pensamientos. Solo las otras charlaban alegremente y reían cuando alguna tropezaba al no ver bien la calle por culpa de la máscara.
El soltero, que iba del brazo de su prometida, fue el primero en romper el silencio.
—¿Y te gustan mucho estos bailes?
—Mucho no, pero me divierto ahí.
—Pues, francamente, a mí me fastidió bastante.
Lupita comprendió la causa de aquel fastidio, aunque el buen señor sintiera necesidad de desahogar su disgusto en vez de decidirse con tacto a no hacerlo, y le preguntó:
—¿Te gustaría que no volviera a ir?
La pregunta surtió el efecto deseado. Él, que se sintió interpelado, necesitó un momento para responder.
—Nunca seré tan atrevido como para oponerme, pero preferiría que no fueras.
—Pues no volveré a ir y ya está. He estado bien todo este tiempo que no he ido a bailes.
Lupita creyó que le debía esta reparación, este consuelo, a don Hermenegildo, y se lo ofreció. El pobre hombre debía de haber sufrido.
Tenía motivos para estar celoso, porque conocía bien los antecedentes de aquel joven que la había cortejado en el pasado. Pero ¿qué daño podía salir de eso? Ninguno. Hablar y bailar no hacen daño. Eso es algo que todo el mundo hace.
Capítulo Veintiuno
Los meses volaron y la boda, planeada para abril, se acercaba. A don Hermenegildo le parecía imposible que por fin fuera a realizar su sueño de toda la vida.
Cuando pensaba en el momento en que estuvo a punto de darse por vencido, cuando consideraba que había puesto sobre su corazón algo así como una losa funeraria que sepultara aquellas ilusiones que había abrigado desde su juventud, atrayéndolo hacia la vida conyugal... Cierto, había fracasado en muchos intentos, aunque algunos parecían a un paso de realizarse. Por eso mismo había decidido no pensar más en el asunto. Por eso se había resignado a la tiranía de esa mala suerte que lo obligaría a vivir solo y a morir sin dejar a nadie que lo llorara.
¡Quién lo hubiera imaginado! Gracias a su amiga doña Raimunda, a quien no podía alabar lo suficiente, había decidido hacer un último esfuerzo, y ese último esfuerzo iba a darle resultado.
Lupita lo amaba. Por ciego que estuviera, no dejaba de darse cuenta. Cada día le mostraba más afecto, y hasta la niña era más cariñosa. Era todo lo que podía haber esperado.
Llegó el mes de febrero y el novio ya había comprado lo más necesario para una boda. No habría mucho alboroto. Todo sería sencillo. ¿Para qué meterse en deudas?
Los testigos patrocinadores ya estaban elegidos: doña Raimunda y su esposo, el señor licenciado don Felipe Ramos Alonso. Era un homenaje de gratitud a los buenos y respetables amigos que lo habían cobijado bajo su ala.
Lupita veía pasar el tiempo y acercarse la fecha señalada, y no sabía si estar contenta o triste.
No tenía esperanzas de que Luis Robles abandonara su matrimonio con Antonia Pacheco por ella, así que el cincuentón era la única opción aceptable que tenía.
Aunque le había prometido a don Hermenegildo que dejaría de ir a los bailes, no podía resistir su encanto, impulsada por el recuerdo del periodista que era tan agradable con las damas y que tenía una manera tan original de echar piropos. No veía ningún daño en eso. Si le gustaba platicar con alguien, ¿qué tenía de raro?
Y en las noches de baile, cuando don Hermenegildo, tras su visita, regresaba contento a su casa, ella se disfrazaba apresuradamente en el cuarto junto al salón, donde todo estaba listo de antemano, y a la hora convenida salía entusiasmada acompañada por Chonita y el esposo de Chonita.
Mientras tanto, su prometido dejaba volar sus pensamientos, que lo llevaban al dormitorio de Lupita. Se la imaginaba durmiendo plácidamente, con los labios entreabiertos en una sonrisa seductora. ¡Qué feliz iba a ser con ella!
Todas las noches antes de dormir, pasaba un buen rato saboreando con entusiasmo la vida feliz que lo aguardaba y, recostado en su hamaca, deliberaba consigo mismo sobre cómo pasarían mejor el tiempo en casa. Mientras estaba acostado, sus ojos se topaban con frecuencia con un objeto que colgaba del aro donde se sujetaba la hamaca, en el extremo opuesto a donde recostaba la cabeza para dormir. Era la máscara que había usado la noche del baile de disfraces, y que se balanceaba al compás de la hamaca.
¡Qué recuerdo tan inquietante se agitaba en el corazón de don Hermenegildo! Pero todo eso había quedado atrás. Lupita, por su cuenta, le había prometido que no volvería a ir a esos bailes. ¡Qué buena persona era!
Ya sabemos cómo cumplía su promesa: una inocente artimaña que compensaba con un trato cada vez más dulce y halagador hacia el pobre hombre. Él no sabía nada, y al guardar el secreto, pensaba ella, evitaba disgustarlo. Si hubiera entendido que algo malo podía suceder como resultado, nunca lo habría hecho. Pero don Hermenegildo no era razonable, y al hacerlo creer que ella se amoldaba a sus deseos, todos estaban contentos.
Con estos antecedentes, es comprensible que ni una sola sombra empañara la satisfacción del galante oficinista con respecto a sus planes de boda. Y no habría tenido motivo alguno para maldecir la suerte que lo había perseguido desde su nacimiento, dejándolo huérfano, de no ser por el agravamiento de la dolencia que de vez en cuando clavaba sus garras en el pecho de su hermana: una tisis nacida de la miseria y el exceso de trabajo.
La enfermedad avanzaba lentamente, gracias a que la pobre mujer ya había pasado la edad en que su curso es más veloz y mortal. Pero sufría, y a veces la amenaza de fiebre la dejaba postrada e incapaz de trabajar. Con todo esto, los gastos iban en aumento, ya que había que comprar medicinas, pero nada más, pues el médico siempre la atendía sin cobrar.
Así que, precisamente cuando don Hermenegildo, con su próxima boda, más deseaba verla sana y feliz, como si el destino se empeñara en no dejarlo escapar de alguna desgracia, tenía que verla enfermiza y adolorida.
Una noche, como a las doce y media, un extraño resuello proveniente del cuarto contiguo llamó su atención, como si alguien se estuviera ahogando, y corrió a ver qué pasaba.
Para su asombro, vio a su hermana sentada en el borde de la cama, con la cabeza inclinada sobre un enorme charco de sangre. Su mal no tenía límites. Le tocó la frente y sintió que sudaba frío. Ayudó a la señora a recostarse y, aunque ella le dijo con voz débil que el ataque ya había pasado, despertó a su sobrino mayor para que velara a su madre, y salió corriendo en busca del médico.
Los familiares que le abrieron tras sus repetidos golpes a la puerta le dijeron que el médico no podía salir, que la noche anterior se había sentido mal y se había dado un baño que le exigía quedarse en casa. Don Hermenegildo tomó eso como un simple pretexto, así que rogó y pintó un cuadro tan grave de la situación que, a regañadientes, el doctor finalmente salió, bien abrigado y cubierto de pies a cabeza.
Al llegar a la casa, revisó con suavidad el pulso de la mujer y, a la luz de una vela, examinó la sangre que aún estaba en el suelo. Después de calmar a la asustada familia, escribió una receta, recomendando que comenzara a tomar el medicamento antes del amanecer si era posible. Si el ataque volvía, debían hacerle tragar sal común, porque eso detendría la hemorragia.
Con el frasco vacío en la mano, don Hermenegildo acompañó al doctor hasta su casa y continuó en busca de una botica que quisiera atenderlo a esa hora tan intempestiva, pues para entonces ya pasaba de la una de la madrugada.
Para más información sobre cómo se ha traducido esta historia, por favor lea la Introducción.