Un Último Esfuerzo: Capítulos Trece y Catorce
XIII
El periodo de gobierno de cuatro años llegaba a su fin y los empleados, así como los que aspiraban a serlo, ya estaban enfrascados en la seria misión de determinar quién debía reemplazar al Jefe del Estado.
Había dos bandos, cada uno con su respectivo candidato. El primero tomó el nombre de Gran Partido Liberal y el otro, sin querer quedarse atrás, el de Gran Partido Liberal Porfirista. A pesar de que la similitud de los nombres parecía basarse en la similitud de principios, se dieron gusto despedazandose en sus periódicos, lanzándose mutuamente una verdadera avalancha de insultos y epigramas contra los respectivos candidatos.
Nada de esto tendría importancia para nosotros si nuestros amigos no se hubieran metido en el asunto.
El señor don Felipe Ramos Alonso era el principal editor de una de las publicaciones del Gran Partido Liberal Porfirista y se había esmerado en convencer por fin a don Hermenegildo de que no le haría daño hacerse cargo de la dirección de ese eco de la opinión pública.
—Y además —le dijo al soltero—, el día del triunfo, el gobernador, que sabrá quién trabajó a su favor, te dará tu parte cuando llegue el momento de la redistribución.
—¿Pero crees que la victoria es probable?
—¿Probable? Cierta. ¿Sabes quién nos apoya en la Ciudad de México? Entre otros, los Ministros de Gobernación y de Fomento, que bien sabes tienen una influencia decisiva sobre el Presidente, quien además conoce y aprecia mucho a nuestro candidato. Sabemos que dentro de una semana saldrá la comisión de los opositores hacia la capital, pero ya les ganamos la delantera nombrando a los yucatecos que están en la Ciudad de México, y el día cuatro deben ser presentados al Primer Ministro de la República por los dos Secretarios. Verás las cartas en el próximo barco. Todo hecho; ganamos las elecciones.
—Pero seguramente has notado que algunos de los diarios de la capital no parecen muy favorables. Créeme, sé de lo que hablo.
—Eso no significa nada. No saben lo que está pasando aquí y publican lo que se les paga. José D. Góngora está encargado de asegurarse de que aparezcan impresas varias notas que se les envían, y no faltarán periódicos que las reciban y promuevan a nuestro candidato y lo defiendan apasionadamente.
Y así fue como nuestro cincuentón retirado se adentró en el tumultuoso mar de la política, hacia el cual antes había tenido una postura pasiva. Aceptó el compromiso y su nombre apareció como director de “La Aspiración Popular”, naciendo en su corazón un gran afecto por el candidato que apenas conocía.
En aquellos momentos en que pasaba el mensajero con alguna información del bando contrario para entregar la actualización obligada, Hermenegildo devoraba la hoja como si en ella le notificaran un aumento de sueldo, y los ataques feroces dirigidos a su candidato lo herían e indignaban como si hubieran sido escritos sobre su propio padre.
Entre quienes apoyaban al periódico se encontraba Pancho Vélez, pariente del candidato de “La Aspiración Popular”, y era frecuente verlo en la redacción. ¡Qué chispas y salivazos salían de sus ojos y su boca al oír los comentarios insolentes que esa bola hacía sobre su tío! ¡Qué amenazas de romperle las costillas a uno o de torcerle el pescuezo a aquel ingrato que, si tenía trabajo, era por obra y gracia del mismo hombre que ahora insultaban!
Los redactores lo calmaban, diciéndole que ya se vengarían a su debido tiempo, sin contar con que el pobre, con la tuberculosis que lo consumía, no estaba en condiciones de pasar a la ofensiva.
Don Hermenegildo había sido presentado al futuro gobernador. Con cierta frecuencia iba a hacerle visitas por la tarde, y siempre lo encontraba rodeado de muchas personas, todas ellas desesperadas por traer la buena fortuna al Estado. Nunca el soltero pronunció una sola palabra denigrante contra los representantes del otro partido y toda su estrategia consistía en alabar al suyo.
¡Qué buena gente! ¡Cómo deploraban que las diferentes ramas de la administración pública no pudieran funcionar de forma correspondiente al grado de cultura que ese importante sector de la República había alcanzado!
¿Y su Líder? ¡Qué excelente individuo! Si ganaban, y claro que ganarían, ya verían todo lo que iban a lograr porque él pondría en práctica sus grandiosos planes para el progreso del Estado. Su gran mérito e importancia quedaban bien demostrados porque las personas más respetadas colgaban de cada una de sus palabras. Y cuando se disponía a encender un puro, más de uno de sus visitantes se apresuraba a sacar una cajita de cerillos del bolsillo para ofrecerle lumbre.
Don Hermenegildo lo miraba y escuchaba con la devoción que los oráculos habian mostrado al adivino en el templo de Delfos.
No debe pensarse, por este nuevo giro en su vida, que el oficinista se olvidó de sus antiguos amigos. Ya no iba todos los días a la tertulia de doña Raimunda, pero a menudo se le veía ahí charlando un rato. También visitaba a Lupita, encontrando así alimento para el apetito de su espíritu quejumbroso en las lamentaciones de la pobre muchacha, que veía acercarse rápidamente la muerte de su esposo. Pero claramente, su ocupación principal, después de sus obligaciones en la oficina, era la dirección del periódico y la candidatura del Líder del Gran Partido Liberal Porfirista.
Al principio le preocupaba, a pesar de las seguridades que le daba el señor licenciado, que todo eso lo fuera a derrotar. Pero el tiempo pasaba y número tras número salía, muchos de ellos candentes, y don Hermenegildo se mantenía firme sin que nadie lo removiera de su puesto.
La misma imprenta que tiraba “La Aspiración Popular” también sacaba a la luz “El Voto Libre” y “La Voz de Ocampo”, ambos con las mismas pretensiones y escritos por las mismas personas, aunque en la portada de cada uno se podían ver listas de colaboradores diferentes. Muchos de los artículos que aparecían en uno, aparecían en el otro, con algo que los distinguiera como el cambio de galeradas y el colocar al pie de los mismos el nombre del primer periódico que los publicó, o precediéndolos con alguna versión de las siguientes palabras:
“Nuestro ilustre y valiente colega ‘El Voto Libre’ saca a la luz el siguiente artículo que nos complace reproducir aquí, ya que en él se evidencian los vergonzosos medios que utiliza la competencia para sacar a su candidato del descrédito en que se encuentra y su intento de borrar el entusiasmo con que es aclamado el nuestro por todos.”
XIV
A medida que se acercaba el momento de las elecciones, los partidos se atacaban con mayor fiereza. Iban y venían comisiones y cartas a la metrópoli, y la llegada de los barcos provenientes de Veracruz se esperaba con más ansias que si llevaran maná en sus bodegas.
Faltando apenas cinco días para que el pueblo eligiera a quien lo gobernaría, el correo que llegó desde la capital debía traer algo muy importante porque dio gran entusiasmo a los del Gran Partido Liberal Porfirista y dejó cabizbajos y deprimidos a los del Gran Partido Liberal.
La campaña se ganó gracias al trabajo del señor don Felipe Ramos Alonso y sus compañeros. Por lo tanto, el electorado se volcaría hacia las personas que ellos habían propuesto para el Gobierno.
El pobre Pancho Vélez no había podido disfrutar del triunfo de su tío. Poco a poco se fue deteriorando hasta morir a fines de septiembre.
¿Y el candidato del otro bando? ¿No tendría consuelo en su fracaso político? En verdad, nada se podía confirmar, aunque alguien relató que una persona muy enterada de los secretos del Palacio Nacional le había escrito diciendo que se le tenía reservada una senaduría, ya que, como el vencedor, era muy amigo del Presidente.
El señor don Felipe sería el Diputado Local, cargo que prefería al de Magistrado del Tribunal Superior, por ser más cómodo y porque no le impediría ejercer su profesión, la cual, desde entonces, sería más prometedora ya que su influencia en el gobierno atraería clientela. Además del sueldo correspondiente, se supo después que el puesto pagaba cien pesos mensuales por integrar una comisión, lo que confirmó el partido saliente en el periódico oficial, aunque nadie supo que la comisión era tan cómoda que no le ocupaba más tiempo al afortunado que el necesario para firmar el recibo.
Naturalmente, nuestro don Hermenegildo tampoco dejó de beneficiarse del triunfo, pues pasó de oficinista a un cargo más importante, donde sólo trabajaba tres horas diarias a cambio de sesenta pesos al mes. También obtuvo el nombramiento de inspector de quién sabe qué, autorizado por el Ayuntamiento, que le daba un sueldo de cincuenta pesos. Ciento diez pesos que debía principalmente a los esfuerzos de su insuperable amigo el señor don Felipe Ramos Alonso, quien además le ofreció trabajo abundante y bien pagado con documentos en su despacho. Todos estos eran pasos adelante que llevaron al oficinista a encontrarse en poco menos que en la abundancia, comparando su situación actual con la desesperación de su vida anterior.
Luis Robles regresó de la Ciudad de México poco después de la toma de posesión del nuevo gobierno. Volvió con su habitual buen humor y una presencia más imponente que cuando se fue.
Había trabajado diligentemente como agente del club electoral triunfante, asegurándose de que la correspondencia se colocara en diversos periódicos, los cuales fueron bien pagados, proclamando la inmensa popularidad del más “honorable y eminente liberal llamado por sus conciudadanos a gobernar los destinos del pueblo que lo aclamaba en todas partes”. Lo mismo que se decía del otro candidato.
También escribió no pocos artículos cuya publicación pagó con fondos del club y que aparecieron como si hubieran sido redactados en distintos órganos de la prensa metropolitana, la cual aseguraba muy confiablemente que “numerosas cartas recibidas desde esta importante entidad federativa los convencían de que el candidato en favor del cual se habían pronunciado varias veces, era el único capaz de satisfacer las nobles aspiraciones de los yucatecos progresistas”.
Le tocó suerte a Luis Robles que el Gran Partido Liberal Porfirista venciera en la contienda contra el Gran Partido Liberal y, con respuestas favorables a algunas cartas previas al Líder, hizo sus maletas y se embarcó en el primer vapor.
Hoy se encontraba satisfecho de sí mismo como dueño y señor de su Fortuna, recorriendo de nuevo el viejo teatro de su vida estudiantil y a punto de dar vida a “La Voz Pública”, un semanario independiente por el que recibiría del Tesorero General cada mes la suma de ciento cincuenta pesos. Además, el periódico sería recomendado a todos los que componían el numeroso gremio de empleados y, desde ese momento, contaba con todos los de Hacienda del Estado como suscriptores seguros a quienes era muy fácil cargar la suscripción, descontándola al pagarles el sueldo.
¿Qué más podía pedir Luis Robles? Defender al Gobierno era una empresa ni nueva ni difícil; y por otro lado, tenía una entrada segura con un trabajo tan sencillo como la redacción de “La Voz Pública”, voz que sólo se dejaría oír un día a la semana; todos los demás permanecería en silencio.
Se aseguraba que el recién llegado no tardaría en casarse. Su prometida era Antonia Pacheco, a quien había conocido y frecuentado bastante en la Ciudad de México el año anterior, una joven hermosa y modesta, hija única de un hombre vulgar pero cargado de dinero.
La suerte, por lo tanto, parecía sonreírle al joven. Ya había pasado las puertas de la prosperidad y el mundo era suyo.